Reseña de El ciudadano ilustre

Alguien me dijo que El ciudadano ilustre es la historia de Manuel Puig, si hubiera sido heterosexual y ganador de un Nobel de Literatura. No es una mala aproximación a lo que es la trama. Oscar Martínez es Daniel Mantovani, un autor argentino que se rajó de su pueblito de mala muerte y no volvió. De viaje eterno por Europa, se hizo famoso a base de escribir sobre el lugar que había abandonado: Salas. Cinco años después del Nobel no ha vuelto a escribir nada, y rechaza casi todos los eventos culturales a los que es invitado. Sin embargo, cuando le llega una invitación para declararlo Ciudadano Ilustre en su pueblo natal, decide volver por primera vez en cuarenta años.


Antes de seguir quisiera aclarar cuál es mi problema personal con los lugares así. No soy una persona particularmente sociable. No me interesa saludar a mis vecinos, saber sus nombres, sus vidas. No quiero chusmear acerca de ellos. Tampoco que me juzguen. En esos lugares que dan origen a la expresión "Pueblo chico, infierno grande" moriría de aburrimiento, ya que por lo general las vidas privadas de la gente suelen ser el entretenimiento principal de quien tiene fuentes de distracción limitadas (acá pasa también, pero es un poco más disimulado). El verano anterior tuve la oportunidad de pasar unos días en un lugar chico, medio perdido en el sur. A pesar de ser un lugar hermoso, tranquilo y con acceso al río (algo que a la piba de barrio que habita en mí le fascinó) me asustaría la posibilidad de vivir ahí para siempre. En el pueblo en sí no había nada; en la ciudad más cercana había sólo un cine (cerrado), una o dos librerías, un museo, un par de bares...poco más. En invierno casi no hay actividad. Aterrador, ¿no? El punto es que me resulta incómoda la idea de vivir en un lugar con esas características. Además, hay algo innegablemente siniestro en las comunidades chicas, alejadas del resto de la civilización, dejadas a su aire. No sé, me frikea. En fin, el punto es que Mantovani vuelve ahí y se desatan los problemas.

Al principio es recibido con todos los escasos lujos de los que el pueblo dispone: un vehículo que lo deja a mitad de camino, un chofer que usa las páginas de su libro para limpiarse el culo, una habitación en el único hotel del pueblo, un paseo en camión con la Reina de la Belleza local.


Mantovani se siente incómodo con la situación: él prefiere caminar por el pueblo, saludar a la gente y hablar con los lugareños. Esto lo lleva a aguantar a los excéntricos fans de su obra, como el tipo que insiste en llevarlo a comer a su casa porque cree que su padre fue la inspiración de un personaje secundario, o la pendeja guarra que se le mete en la habitación del hotel para probar que se equivocó (a la cual se termina garchando, por supuesto). Mientras tanto, es convocado para casi cualquier cosa que se relacione (aunque sea muy lejanamente con la cultura): da charlas para un grupo de curiosos locales, inaugura su propia estatua en una plaza y actúa de jurado en un concurso de pintura en donde compiten feísimos cuadros de perritos, naturalezas muertas y el Papa Francisco (¡no podía faltar!).

 
Y es precisamente esto último lo que da inicio a una situación que será insostenible: al rechazar uno de los cuadros se gana el odio total de un vecino del pueblo, Florencio Romero (Marcelo D’Andrea), que cree ser un gran artista plástico y que luego comienza a acosarlo: le manda tipos para que lo patoteen, irrumpe en sus clases a los gritos, lo acusa de ser un resentido que se ganó la vida hablando mal del pueblo que lo vió nacer, lo amenaza. Paralelamente se reencuentra con su viejo amigo Antonio (Dady Brieva), ahora casado con la novia que él abandonó al irse del pueblo: Irene (Andrea Frigerio).


La situación es tensa: Irene tal vez no lo haya olvidado, y Antonio se mete en el papel de macho argentino/propietario de su mujer/dueño de todo para hacerle saber que lo aprecia pero que ahora Irene es suya. Y ¡oh, sorpresa! la hija de ambos, Julia (Belén Chavanne), es la lectora atorranta que Mantovani se movió el día anterior. También se hace presente el novio de Julia, un muchacho extraño y callado que mete miedo. La incómoda cena llega a su fin cuando acepta una invitación para cazar chanchos salvajes la noche siguiente. Luego Antonio lo lleva al único puterío local, en donde se engancha con una de las chicas que trabaja ahí (así se va por el caño su imagen de marido fiel y decente). Esa misma noche Julia intenta volver a acostarse con Mantovani, pero ante su rechazo decide revelarle a su familia lo sucedido. Irene lo putea, Antonio lo amenaza, la gente del pueblo deja de acudir a sus clases, la estatua es mancillada. Finalmente durante la entrega del premios del concurso (en el cual se decide premiar a todas las obras que Mantovani había rechazado, ya que el Intendente teme que esto provoque enojo entre los vecinos), el escritor explota y denuncia públicamente toda la falta de criterio, la hipocresía, la violencia y la mediocridad del pueblo. Los asistentes enfurecidos le lanzan huevos, y el tipo huye.

En su último día Irene le suplica que se vaya cuando antes, y que por sobre todas las cosas no acepte la invitación para ir a cazar chanchos. Promete llevarlo en su camioneta, pero a la hora convenida no es ella quien aparece, sino Antonio y el novio de Julia. Mantovani se va con ellos y es abandonado en la mitad de la ruta, en plena noche, amenazado para que jamás se le ocurra volver. Antonio decide dispararle a los pies para asustarlo, pero el novio de Julia, furioso por la infidelidad, le dispara por la espalda. Ambos lo abandonan.


Hasta acá la historia venía bien, pero se quedaba corta. Como dije al principio, los pueblos pequeños son mi propia versión del infierno (al igual que las reuniones con familiares lejanos y los viajes en la Costera) y por lo tanto esperaba que la película fuera más incómoda, más desagradable, más brutal. La idea se entiende, pero le falta ese qué se yo punzante, ácido, hiriente. Por lo tanto, si el final hubiera sido ese, personalmente hubiese sentido que no pegaba con el tono de la película. No había conexión entre un pueblo moderadamente irritante y desabrido y un asesinato tan brutal. Sin embargo, no termina así. Los últimos momentos nos muestran a Mantovani en la conferencia de su nuevo libro (llamado El Ciudadano Ilustre), que lo tiene a él como protagonista, y cuenta su experiencia en Salas. Un periodista le pregunta sobre la veracidad de los hechos que relata y él le muestra una cicatriz que tiene en el pecho. ¿Es la marca de la bala, que lo atravesó? ¿Realmente fue a Salas o todo el relato fue ficcional? ¿Imaginó las consecuencias de un posible regreso? Si en verdad fue ¿quién lo rescató en la ruta? ¿Denunció a sus agresores? Todo esto queda sin respuesta, pero la supervivencia del protagonista es coherente con lo planteado en la película.

Martínez está muy bien (como siempre), Brieva es sorprendemente eficaz componiendo al buen tipo que esconde algo siniestro bajo la superficie y Frigerio...bueno, la verdad no puedo decir mucho de ella porque aparece poco. Pero en general, todas las actuaciones están entre buenas y decentes.

Tl;dr: está buena pero le falta amargura. O tal vez yo tenga una visión muy oscura de los pueblos pequeños.





Comentarios