Reseña de El Ángel

Él es rubio, bonito y joven. Tiene rasgos casi femeninos, y por eso será apodado "El Ángel", "El Chacal", "El muñeco maldito" o "Azrael". Se llama Carlos Robledo Puch y pasará los próximos cuarenta y seis años de su vida en la cárcel, más del doble de los que pasó afuera.


La película de Luis Ortega tiene claro su objetivo desde el primer momento: quieren que sientas empatía por el protagonista. No necesita que lo quieras ni que lamentes su suerte, pero sí que te intereses por él, que lo veas primero como a una persona y luego como a un asesino. 

Lo interesante de esta historia no es el misterio de si atraparán al malo o no (basta con leer un artículo de Wikipedia para enterarse los detalles), y tampoco se presenta un conflicto a resolver. Seguimos las aventuras y desventuras de Carlitos a sabiendas de cómo terminarán, pero sin que esto nos importe demasiado. Lo entretenido es cómo se cuenta la historia, y ésta en particular decide polemizar un poco haciéndonos empatizar con el criminal. Porque claro, es fácil pensar que un asesino serial es un monstruo desde su nacimiento, un ser vil y contrahecho que nos espera agazapado en algún rincón oscuro. Lo complicado es humanizarlo, aceptar que cualquiera (incluso ese pícaro vecinito de rulos dorados y cara de nena) puede tener la sangre fría de cargarse a once personas sin pestañear. Eso, al parecer, resulta inaceptable para algunos espectadores.


He leído/escuchado muchos comentarios de gente ofendida por el hecho de que la película presente al protagonista como un pibe encantador, irreverente y simpático, ignorando que la idea es esa: ponerte incómodo. Carlitos es, desde el inicio, una figura absolutamente fascinante porque encarna un tipo de maldad muy específico: la banal, la superficial. No hay en él signos de una mente retorcida que disfruta con el dolor ajeno, no lleva una lista de víctimas ni busca venganza; para él la muerte es algo más o menos accidental, algo improvisado que no debía suceder pero sucede de todas formas y no representa un obstáculo moral. Cosas que pasan.

Lo que no hay que perder de vista, en mi opinión, es que Ortega no busca justificar los actos de Carlitos. La película nunca nos lleva a pensar que es un pobre pibe que estaba condenado desde siempre, no hay signos de enfermedades mentales, maltrato familiar o abuso de drogas, nada que aliviane el peso de la culpa. Y si bien todo se da a partir de una serie de "coincidencias" (un tiro que se escapa, una víctima que se resiste, un cómplice que sospecha), el problema es que esto nunca trae consecuencias del tipo moral, una mínima reflexión. Todo se merece un encogimiento de hombros y ya.


De todas maneras hay quienes insisten en que está mal romantizar la historia de un asesino. Ojo, no discuto que sea eso exactamente lo que está haciendo, pero hay que preguntarse cuál es el fin. Humildemente les sugeriría sacar la cabeza del termo y dejar de pensar todo en binarios para meterse de lleno en lo que el director busca transmitir: ese impacto y desconcierto que invadió la sociedad de aquel entonces al descubrir que ¡sorpresa! la gente linda y canchera también puede ser una mierda de la peor calaña. Pero bueno, pasemos a lo que nos compete.

"El Ángel" nos presenta en primera instancia a una familia muy normal (chasqueo de dedos de "Los Locos Addams"): resignado papá Héctor (Luis Gnecco), miedosa mamá Aurora (Cecilia Roth) y pilluelo Carlitos (Lorenzo Ferro), adolescente que se acaba de cambiar de escuela. Resulta que Carlitos es muy amigo de lo ajeno y siempre anda de acá para allá con cosas "prestadas" que van desde bijouterie barata hasta una moto o un auto. Y pareciera que todo queda allí hasta que conoce a Ramón Peralta (Chino Darín) y y a sus padres José (Daniel Fanego) y Ana María (Mercedes Morán). Resulta ser que ¡oh sorpresa! la familia de Ramón tiene una moral muy laxa y casi en seguida lo llevan a meterse en cosas pesadas.


El tema es que Carlitos, a diferencia de ellos, no roba por guita, sino porque le divierte. Para él es un hobby, no una profesión. Ni el dinero ni el placer de matar parecen ser realmente sus móviles, y casi podríamos decir que se deja llevar por una especie de orgullo infantil para demostrar que sí, puede hacerlo. A lo largo de la historia prácticamente no demuestra sentimientos, ni de ira, ni de culpa, ni de amor (pese a lo encantador que resulta). Se acerca a la muerte con la misma curiosidad con la que podría mirar un perro atropellado en la autopista: con cierto interés que rápidamente se evapora y se va, ya pasó, vamos a lo que sigue. Un sociópata de manual, vamos.

Personalmente creo que un gran acierto del guión es dejar afuera algunos de sus crímenes más sórdidos, que hubieran impedido lograr ese interés del público. Porque reconozcamos que es bastante fácil romantizar el robo, incluso el asesinato, pero no hay nada glamoroso ni empático en un violador. Y si contáramos, por ejemplo, que Carlitos le disparó a una mujer e intentó violarla al lado del cadáver de su marido y de su bebé que lloraba, ese encanto criminal se transforma en puro desprecio. Lo mismo pasa con su secuaz, que en la vida real violaba mujeres a las que después Carlitos mataba. Por el contrario, en esta versión hay una vibra homoerótica muy fuerte entre ellos y la agresión sexual ni se menciona. Nuevamente, es un acierto de parte de los guionistas que decidieron recortar la historia por donde más les convenía: si quieren realismo y hechos calcados vayan a ver un documental. Esto es ficción y no le debe nada a nadie, no tiene que ser una copia de "la historia real" ni imponer un modelo de conducta.


De todos modos no puedo dejar de señalar que es interesante ese enfoque porque no hay datos reales que confirmen un romance (o aunque sea un enamoramiento de parte de Robledo Puch). Eso no importa, lo que importa es que funcione acá. Y garpa. Hay una química tremenda entre Ferro y Darín construída a partir de miradas elocuentes, frases con doble intención, un roce que dura más de lo debido. Nunca se va a lo explícito, siempre queda en el aire y se refuerza con primeros planos de bocas jugosas o calzoncillos apretados.


En general, todo es un acierto: la puesta en escena, los actores (mención especial para Lorenzo Ferro, que debuta a lo grande con este papel), la música elegida para representar la época (hay un excelente uso de El extraño de pelo largo y -nunca creí que diría esto- una gran versión de Palito Ortega de The House Of The Rising Sun), los colores vibrantes, las notas de humor negro siempre presentes, todo. No sólo me parece un peliculón en sí mismo sino que en comparación con otras producciones locales, encuentro que es de lo mejor que he visto en cine argentino en los últimos tiempos.






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