En estos días ando sin celular y con tanto tiempo libre por delante no sabía qué hacer, así que decidí dedicarme a un pequeño proyecto que venía pateando. Un poco antes hice la prueba piloto con un par de reseñas en vídeo que pueden ver acá (cuando cuente con el celular trataré de hacer algo más elaborado) y ahora, por otro lado, intenté dedicarme a la traducción de textos en inglés que no cuentan con su equivalente en castellano. Si bien no es la primera vez que lo hago (traduje un poema acá en el blog, hace varios años), no hay comparación entre la longitud y complejidad de uno y otro, así que podemos decir que fue una experiencia nueva.
¿Por qué elegí traducir este cuento y no otro? Bueno, pues este verano estuve leyendo bastante a Robert McCammon y sé que no es un autor muy conocido en el mundo de habla hispana así que me pareció una buena idea empezar por ahí. Básicamente este autor se dedica al terror, la fantasía y la ciencia ficción, pero también tiene relatos tipo coming-of-age, emotivos y cargados de nostalgia (también tiene cosas bizarras como una novela sobre un hombre lobo ruso que lucha contra los nazis, una locura).
Este relato, Chico, está en una antología llamada Blue World, de la cual quizás traduzca algún que otro cuento. Básicamente, trata sobre un hombre horrible, un niño muy especial y un montón de cucarachas. Espero que les guste.
Chico - Robert McCammon
Todo —dijo Marcus Salomon mientras tomaba otro trago de sabiduría— es mierda. Terminó su cerveza y tiró la botella en la arruinada mesita que estaba al lado de la silla. El ruido asustó a una cucaracha, que salió de su escondite, el borde de un cenicero desbordado, y escapó en busca de un lugar seguro.
—¡Jesús!
Salomon gritó porque la cucaracha, (pequeña, negra, de quizás unos cinco centímetros) había saltado hacia el apoyabrazos y se estaba moviendo rápidamente sobre él. Salomon le arrojó la botella y le erró, la cucaracha bajó de la silla, llegó al piso y corrió hacia una de las muchas grietas que había en el zócalo. Salomon tenía una gran barriga de cerveza y un buen número de papadas temblorosas, pero todavía era rápido; por lo menos, más rápido de lo que la cucaracha creía. Salomon se levantó de la silla, dio unos fuertes pisotones en el suelo y aplastó a la cucaracha antes de que pudiera deslizarse en la grieta.
—¡Pequeña bastarda! —gritó furioso— ¡Pequeña bastarda!
Apoyó todo su peso y hubo un crunch satisfactorio que convirtió su expresión desdeñosa en una sonrisa.
— Te atrapé, ¿no?
Sacudió el pie como si estuviera apagando una colilla de cigarrillo y luego lo levantó para contemplar los restos. La cucaracha había sido partida casi a la mitad, y tenía el abdomen triturado contra el piso. Una única pata aún se movía.
—¡Eso es lo que te mereces, pequeña bastarda! — dijo Salomon, y mientras lo decía otra cucaracha negra salió de una grieta en el zócalo y pasó por al lado de su compañera muerta en la dirección contraria. Salomon bramó con rabia, —el grito sacudió las delgadas paredes y el cristal sucio de la ventana—, y corrió tras ella.
Esta era más rápida y astuta, trataba de meterse debajo de la raída alfombra marrón que estaba entre el comedor y el estrecho pasillo que llevaba hasta el cuarto del fondo. Pero Salomon era un asesino experimentado, y aunque le erró dos veces, el tercer pisotón atontó a la cucaracha y le hizo perder el rumbo. El cuarto la aplastó, y con el quinto terminó de reventar. Salomon dejó caer todo el peso de sus ciento siete kilos sobre ella, estampándola contra el piso. Alguien golpeó el piso desde el departamento de abajo, probablemente con el mango de una escoba, y una voz gritó:
—¡Deja de hacer ese ruido! ¡Vas a destrozar todo el maldito lugar!
—¡Te voy a destrozar el culo, labios de mono! — le rugió a su vez Salomon a la vieja señora Cardinza.
Luego se oyó la voz frágil, casi frenética del señor Cardinza:
—¡No le hables a mi mujer de ese modo! ¡Voy a llamar a la policía, bastardo!
—Sí, llama a la policía —gritó Salomon, pisoteando de nuevo. — ¡Quizás quieran hablar con ese sobrino tuyo que está vendiendo drogas en el edificio! ¡Ve, llámalos!
Eso aplacó a los Cardinza, y Salomon saltó con los dos pies por encima de sus cabezas, haciendo que las tablas del piso crujieran bajo su peso. Entonces Bridger, el borracho de al lado, comenzó:
—¡Cierren la boca! ¡Dejen dormir, malditos sean!
Salomon se acercó a la pared y la golpeó. El departamento estaba húmedo a causa del calor de mediados de agosto, y el sudor relucía en la cara de Salomon y empapaba su camiseta.
—¡Vete al infierno!
—¿A quién le dices que se vaya al infierno? Voy a ir a patear tu culo flaco, tú...
Un movimiento captó su atención: una cucaracha se paseaba por el piso como una arrogante limusina negra.
—¡Hija de puta! —chilló Salomon, y en dos zancadas alcanzó al insecto como el castigo del Juicio Final. Presionó el pie, con los dientes apretados y el sudor cayéndole por sus papadas: un crunch, y Salomon esparció los restos de la cucaracha por el piso.
Captó otro movimiento con el rabillo del ojo. Se dio vuelta con su enorme barriga a cuestas y miró a lo que consideraba una cucaracha de otra especie.
—¿Qué demonios quieres?
Chico, por supuesto, no contestó. Se había arrastrado hasta la habitación usando sus manos y sus rodillas, y ahora estaba sentado en el piso, con su desmesurada cabeza inclinada ligeramente hacia el costado.
—¡Hey!—dijo Salomon— ¿Quieres ver algo bonito?— sonrió, mostrando sus dientes podridos.
Chico sonrió también. En su carnosa cara marrón tenía un ojo profundo y oscuro, mientras que el otro era blanco, una piedra muerta y ciega.
—¡Realmente bonito! ¿Quieres ver? — Salomon asintió, todavía sonriendo y Chico lo imitó—. ¡Ven aquí, entonces! Aquí mismo —apuntó a las tripas amarillentas de la cucaracha aplastada que yacía en el suelo.
Chico se arrastró, ansioso y desprevenido, hacia Salomon. El hombre retrocedió.
—Aquí mismo— dijo Salomon, y tocó los restos con la punta del zapato. —¡Sabe a caramelo! ¡Yum, yum! ¡Ve y pruébalo!
Chico se acercó a la mancha amarilla. La observó y luego miró inquisitivamente a Salomon con su único ojo oscuro.
—¡Yum, yum!— dijo Salomon, frotándose la barriga.
Chico bajó la cabeza y sacó la lengua.
—¡Chico!
La voz de la mujer, estridente y nerviosa, lo detuvo antes de que alcanzara la mancha. Chico levantó la cabeza y se sentó, mirando a su madre. El peso de su cabeza comenzó a torcerle el cuello e hizo que se inclinara hacia un lado.
—No hagas eso, no —le dijo, y sacudió la cabeza—. No.
El ojo de Chico parpadeó. Frunció los labios, articuló “no” en silencio y se arrastró lejos de la cucaracha muerta.
Sophia tembló. Miró furiosamente a Salomon, con sus delgados brazos colgando y las manos cerradas formando un puño.
—¿Cómo puedes hacer algo así?
Él se encogió de hombros; su sonrisa se había vuelto un poco más cruel, como si su boca fuera una herida hecha por un cuchillo muy afilado.
— Sólo estoy bromeando con él, eso es todo. No iba a dejar que lo hiciera.
—Ven aquí, Chico —dijo Sophia, y el niño de doce años se arrastró rápidamente hacia su madre. Descansó la cabeza sobre su pierna, como lo haría un perro, y ella acarició su cabello negro y enrulado.
—Te tomas todo demasiado en serio —le dijo Salomon, y pateó a la cucaracha aplastada hacia una esquina.
Disfrutaba matarlas, pero levantar las muertas era el trabajo de Sophia.
—¡Cállate! —le gritó a Bridget a través de la pared, que todavía aullaba algo sobre un hombre al que nunca dejaban dormir en ese agujero supurante del infierno. Bridger se calló, sabiendo que no debía tentar a la suerte. En el departamento de abajo, los Cardinza también estaban callados, esperando que el techo no se cayera sobre sus cabezas. Pero otros sonidos comenzaron a escucharse, tanto desde la ventana abierta como desde las entrañas mismas del edificio: el implacable, enloquecedor rugido del tránsito en East River Drive; un hombre y una mujer insultándose a los gritos en el cuadrado de concreto cubierto de basura al que la ciudad llamaba “parque”; unos parlantes explotando, subidos al volumen máximo; el sonido ahogado de las tuberías sobrecargadas y el estruendo de los ventiladores, absolutamente inútiles en ese calor sofocante. Salomon se sentó en su silla favorita, la que tenía el asiento hundido y los resortes colgando.
—Tráeme una cerveza— dijo.
—Búscala tú mismo.
—Dije...Tráeme una cerveza.
Dio vuelta la cabeza y miró a Sophia de manera amenazante. Sophia le sostuvo la mirada. Era una mujer pequeña de cabello oscuro y tenía un rostro sin vida, pero su boca se tensó y no se movió; parecía un junco que se arqueaba para sobrevivir a una tormenta. Salomon crujió sus grandes nudillos.
—Si tengo que levantarme de esta silla—dijo en voz baja— te vas a arrepentir mucho.
Ella se había arrepentido antes; una vez la había abofeteado tan fuerte que los oídos le habían zumbado como las campanas de Santa María durante tres días. En otra ocasión la había arrojado contra la pared, y le hubiera roto las costillas de no ser porque Bridger amenazó con ir a la policía. La peor, sin embargo, fue cuando pateó a Chico y le dejó un moretón en el hombro durante una semana. Ella los había metido en ese lío, y cuando Chico resultaba lastimado se le rompía el corazón.
Salomon puso las manos sobre el apoyabrazos, preparándose para levantarse de la silla. Sophia se dio vuelta, caminó los cuatro pasos que la separaban de lo que servía como cocina y abrió el ruidoso refrigerador, que contenía una mezcla de sobras, cosas en bolsas y botellas de la cerveza más barata que Salomon podía encontrar. Salomon se recostó de nuevo en la silla, sin prestarle atención a Chico, que se arrastraba una y otra vez por el suelo. Es una enorme e inútil cucaracha, pensó Salomon. Alguien tenía que aplastar al pequeño bastardo. Sacarlo de su miseria. Demonios, ¿no sería eso mejor que ser sordo, mudo y medio ciego? De todos modos, razonaba Salomon, el chico tenía la cabeza vacía. Ni siquiera podía caminar. Sólo se arrastraba como un imbécil. Ahora bien, si pudiera salir y conseguir algo de dinero, quizás las cosas fueran distintas, pero hasta donde él podía ver, lo único que hacía Chico era ocupar espacio, cagar y comer.
—No eres nada —le dijo, mirándolo. Chico se acomodó en su esquina habitual y se quedó ahí, sonriendo—¿Cómo es que crees que todo es tan malditamente gracioso? —le dijo poniendo cara de asco—. Si tuvieras que trabajar en el muelle todas las noches no te sonreirías tanto.
Sophia le trajo la cerveza, y él se la arrancó de las manos, le sacó la tapa y la tiró. Bebió ansiosamente.
—Dile que deje de hacer eso— le dijo.
—¿Qué deje de hacer qué?
—Esa sonrisa. Dile que pare, y que deje de mirarme.
—Chico no te está molestando
—¡Me molesta cuando me mira con esa cara horrible! —vociferó Salomon. Vio una cosa negra que corría: una cucaracha pasó por encima del pie de Chico, cruzando a lo largo del zócalo agrietado. Una gota de sudor se deslizó por la nariz de Salomon y la limpió antes de que llegara a la punta.
—Me estoy sofocando —dijo. No aguanto este calor. Me hace doler la cabeza.
Últimamente la cabeza le había dolido mucho. Era ese lugar, pensó. Eran esas ventanas y paredes sucias. Era el largo pelo negro de Sophia, canoso a la edad de treinta y dos, y la sonrisa distante de Chico. Necesitaba un cambio, algo distinto para no volverse loco. ¿Qué malditos beneficios recibía él al haber acogido a esa mujer y a su hijo idiota? La respuesta era clara: ella le traía la cerveza, le lavaba la ropa y se abría de piernas cuando él quería que las abriera. Nadie más la hubiera recibido, y los asistentes sociales estaban a una firma de distancia de meter a Chico en un hogar con otros idiotas como él. Salomon se pasó la botella fría por la frente. Cuando le echó un vistazo a Chico vio que el niño todavía sonreía. Chico podía sentarse así durante horas. Esa sonrisa era algo que le crispaba los nervios. Una enorme y negra cucaracha cruzó de pronto por la pared detrás de Chico y fue la gota que rebalsó el vaso.
—¡Maldita sea! — exclamó y le arrojó la botella medio llena.
Sophia gritó. La botella golpeó la pared justo debajo de la cucaracha, unos quince centímetros por sobre la hinchada cabeza de Chico. No se rompió, pero salpicó cerveza por todos lados. La botella rodó y la cucaracha se precipitó hacia una grieta. Chico se quedó sentado, perfectamente quieto y sonriente.
—¡Estás loco! — gritó Sophia— ¡Estás loco!
Se arrodilló y abrazó a su hijo. Sus delgados brazos morenos la rodearon.
—¡Haz que deje de mirarme! —rugió Salomon. Se puso de pie, con su barriga colgante y sus papadas temblando de ira, ira hacia Chico, hacia las lustrosas cucarachas que tenía que matar una y otra vez, hacia las paredes agrietadas y el ruido de East River Drive—. ¡Le voy a romper la cara, lo juro!
Sophia agarró a Chico por el mentón. Su cabeza era pesada, y se resistía. Pero cuando le corrió la cara, fuera de la vista de Salomon, él se apoyó sobre su hombro y suspiró suavemente.
—Voy a mear— anunció Salomon. Estaba avergonzado; no por tirarle la botella a Chico, sino por desperdiciar cerveza. Abandonó la habitación, salió por la puerta y se dirigió al baño comunitario que estaba al final del pasillo.
Sophia acunó a su hijo.
—¡Dejen de gritar! —vociferó alguien desde el corredor. Una radio hacía sonar rap a todo volumen. Un olor agridulce flotó hacia ella: alguien fumando crack en uno de los departamentos abandonados que ahora usaban los adictos y los dealers. El sonido distante de una sirena causó pánico al otro lado del pasillo, pero luego se desvaneció y el bullicio cesó. Cómo había llegado a esto, eso no lo sabía. No, no; eso no era correcto, decidió. Ella lo sabía muy bien. Era una historia de pobreza y abuso por parte de su padre —o, al menos, el hombre que su madre decía que era su padre. La historia incluía prostituirse a los catorce en el Spanish Harlem, agujas y cocaína, y robarles a los turistas en la Calle 42. Era una historia que, una vez contada, no podía volver atrás. Hubo momentos para tomar decisiones, y Sophia siempre había elegido la calle más oscura. Era joven entonces, y buscaba algo que la excitara. Quién era el padre de Chico, realmente no lo sabía; quizás fuera ese vendedor que decía ser de Albany y cuya mujer lo ignoraba; quizás ese estafador de la Calle 38 que usaba un aro en la nariz; quizás alguno de sus clientes anónimos que pasaban como sombras a través de su seminconsciencia.
Pero ella sabía que era su culpa que al niño se le hubiera hinchado la cabeza en su vientre y se convirtiera en una víctima silenciosa. Eso, y la vez que la habían pateado escaleras abajo con el bebé en brazos. Así era la vida. Le temía a Salomon, pero temía perder a Chico también. Él era todo lo que tenía, y todo lo que alguna vez tendría. Salomon quizás fuera cruel y brutal, pero no los echaba a la calle, ni los golpeaba demasiado; él disfrutaba demasiado el cheque que le mandaba Asistencia Social, la pensión que le enviaban por tener un niño retardado. Ella amaba a Chico; él la necesitaba, y no iba a entregarlo a las frías manos de una institución.
Sophia apoyó la cabeza contra Chico y cerró los ojos. Cuando era una muchacha muy joven había soñado con tener un hijo. En esos sueños era un niño perfecto, feliz, saludable y estaba lleno de amor y bondad y.… sí... milagros. Alisó el cabello de Chico y sintió sus dedos en sus mejillas. Sophia abrió los ojos y lo miró: un ojo oscuro y uno blanco y muerto. Sus dedos pasaron por su cara, y ella tomó su mano y la sostuvo gentilmente. Él tenía dedos largos y delgados. Las manos de un doctor, pensó ella. Un sanador. Si tan sólo... tan sólo...
Sophia miró por la ventana. En las sofocantes nubes grises de East River se veía un destello azul.
—Va a haber un cambio —susurró al oído de Chico— No será siempre así como ahora. Va a haber un cambio, cuando Jesús llegue. Pasará en un instante, cuando menos lo esperes. Oh, él vendrá con su túnica blanca y pondrá las manos sobre ti, Chico. Pondrá sus manos sobre los dos, y vamos a volar muy lejos de este mundo. ¿Puedes creerlo?
Chico la miró con su ojo bueno y su sonrisa vacilante.
—Está prometido— susurró ella—. Todo será nuevo. Todos los cuerpos sanos, y toda la gente libre. Tú y yo, Chico. Tú y yo.
La puerta se abrió y se cerró de un portazo. Salomon dijo:
—¿Sobre qué están hablando? ¿Sobre mí?
—No—dijo ella—. No sobre ti.
—Pues mejor. Quizás tenga que patear algunos culos.
Era una amenaza vacía, y ambos lo sabían. Salomon eructó ruidosamente. Mientras caminaba, otra cucaracha pasó delante de él.
—¡Maldición! ¿De dónde salen todas estas bastardas?
Él sabía que las paredes debían estar llenas de esas cosas, pero no importaba cuántas matara, estaban por todos lados. Una segunda cucaracha, aún más grande que la primera, salió de debajo de la silla de Salomon. Él bramó, se adelantó y la pisoteó. La cucaracha, ahora con la espalda rota, comenzó a girar en círculos. El pie de Salomon bajó de nuevo y cuando lo levantó, la cucaracha yacía en una masa amarillenta
—¡Estas cosas me vuelven loco! —dijo—. ¡En cada lugar que miro, hay otra!
—Es el calor —dijo Sophia—. Siempre salen con el calor.
—Sí —se enjugó el sudor de la frente y le dio un vistazo a Chico. Ahí estaba esa sonrisa de nuevo—.¿Qué es tan gracioso? ¡Vamos, imbécil! ¿Qué es tan malditamente gracioso?
—¡No le hables así! ¡Él te entiende cuando le hablas!
—¡Y un carajo que puede! — gruñó Salomon—. ¡Tiene un agujero donde debería estar el cerebro!
Sophia se levantó. Se le anudaba el estómago, pero ahí estaba el problema delante suyo, y le brillaron los ojos. Estar cerca de Chico, tocarlo, siempre la hacía sentir tan fuerte, tan... esperanzada.
—Chico es mi hijo —dijo en voz baja, pero con aplomo—. Si quieres que nos vayamos, nos iremos. Sólo dilo y nos vamos.
—Sí, claro, cuéntate otro.
—Hemos vivido en las calles antes —el corazón le latía con fuerza, pero no podía contener sus palabras—Podemos hacerlo de nuevo.
—Sí, seguro que a los de Asistencia Social les va a encantar.
—Todo saldrá bien —dijo Sophia, y sintió una puntada en el pecho. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, creyó de verdad en lo que decía—. Ya verás. Todo saldrá bien.
—Ajá. Muéstrame otro milagro y te convertiré en santa. Se río, pero era una risa vacía, forzada. Sophia no estaba retrocediendo esta vez. Estaba parada con el mentón levantado y la espalda recta. A veces se ponía así, pero no duraba mucho. Otra cucaracha cruzó por el piso, casi por debajo del pie de Salomon, y él trató de pisarla, pero era rápida.
—Lo digo en serio —dijo Sophia—. Mi hijo es un ser humano y quiero que empieces a tratarlo como tal.
—Sí, sí, sí—hizo un gesto desdeñoso —no le gustaba cuando ella sonaba fuerte, lo hacía sentirse débil. De todos modos, hacía demasiado calor para pelear.
—Tengo que prepararme para el trabajo —dijo, y empezó a sacarse la camiseta mientras se metía en el pasillo. Su mente ya estaba pensando en las interminables filas de cajas que salían de una cinta transportadora y en los retumbantes camiones que se las llevaban. Era un trabajo, lo sabía, que haría por el resto de su vida. “Todo es mierda” se dijo a sí mismo. Incluso la vida misma.
Sophia se quedó en la habitación, con Chico acurrucado en una esquina. Su corazón latía con prisa. Había creído que la golpearía, y estaba preparada para soportar el golpe. Quizás le caería luego, o quizás no. Contempló a Chico; su cara era pacífica y su cabeza se inclinaba a un lado, como si escuchara una música que ella nunca oiría. Miró por la ventana y vio las nubes sobre el río. No había mucho azul en ese cielo. Pero quizás mañana. Salomon se estaba yendo al trabajo, y él necesitaría su cena. Sophia fue a la cocina y empezó a prepararle un sándwich con las sobras del refrigerador.
Chico permaneció en su esquina por un largo rato. Entonces miró algo en el piso, y se arrastró hacia allí. Su cabeza se ladeó, y hubo un momento en el que su peso amenazó con tirarlo al piso.
—¿Quieres mostaza?— preguntó Sophia.
Chico levantó la cucaracha muerta que Salomon acababa de aplastar. La sostuvo sobre su palma, la miró de cerca con su ojo bueno. Luego cerró la mano y sonrío.
—¿Qué? — gritó Salomon.
La mano de Chico se estremeció sólo un poco.
Abrió la mano y la cucaracha se escapó rápidamente, escurriéndose en una grieta.
—¡Mostaza! —dijo Sophia—¡Para tu sándwich!
Chico se arrastró hasta otra cucaracha. La levantó y cerró su mano sobre ella. Sonrió. Tenía los ojos brillantes. La cucaracha se escapó entre sus dedos y desapareció tras la pared.
—Sí—decidió Salomon. Suspiró pesadamente—Como sea.
El implacable ruido del tráfico en East River Drive entró por la ventana. Un equipo de música sonaba en el volumen más alto. Las tuberías se quejaban y gemían, los ventiladores sonaban estruendosos e inútiles contra el calor, y las cucarachas retornaron a las grietas.
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